jueves, 27 de noviembre de 2008

De donde no se vuelve




He visto la exposición de Alberto García Alix en el Reina Sofía y me recordado la conversación que tuve con el, con la excusa de una entrevista, hace ya un par de años. Sus fotos de la movida, aquellas que le hicieron famoso, no me interesan lo más mínimo, ni la imagen que los medios proyectan de él. Me interesa él y su visión de la fotografía, la manera de contar su historia a través de lo que le rodea, a través de la mirada de los otros. Su dolor, la pérdida, sus miedos, sus deseos, los monstruos que habitan su cabeza, todo está en sus fotos. Los momentos felices y los tristes. Aquellos que quedaron atrás, los que una vez fueron amigos y ahora son enemigos irreconciliables. También su blanco y negro, material de sueños y pesadillas, más onírico que el color. Tomamos una cerveza en una terraza de Malasaña y recuerdo que me quedé sin cinta. Daba igual. La entrevista era lo de menos. El tipo se cabreó con una pregunta tonta sobre las motos, pero después me dijo que le había emocionado lo que, de la manera más sincera posible, le comenté sobre su trabajo: "Yo hago fotos por tu culpa". No me pareció que mentía.

Su reflexión de la fotografía queda plasmada en las últimas líneas de su vídeo-narración expuesto en el museo. Es casi un manifiesto en el que estoy de acuerdo al 100%.

La fotografía nos lleva al otro lado de la vida.


Y allí, atrapados en su mundo de luces y sombras,


siendo sólo presencia, también vivimos.


Inmutables. Sin penas.


Redimidos nuestros pecados.


Por fin domesticados. Congelados.


Al otro lado de la vida,


de donde no se vuelve.

Eso pienso yo cuando me acuerdo de momentos felices, como los vividos este verano con Raquel y Sacri en las tabernas de Taormina (Sicilia), con una cerveza fría y una pizza ante nosotros, con todas las vacaciones por delante y ninguna preocupación en el horizonte. De esas fotos que hizo Raquel, con la barba de tres días y el rostro relajado de quien se sabe a salvo del estrés de la rutina, de aquellos días a los pies del Etna, ya no volveremos. De alguna manera los tres seguimos vivos en ellas, congelados, al otro lado de la vida, de donde no se vuelve. Esos que estuvieron allí, viendo como ardía un monte lejano, esos ya no regresarán jamás.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Errancias


Soy el frío de Auschwitz, la brisa del Egeo, la bruma de Londres. Soy los neones de Berlín, el castillo de Praga, una gárgola en París. Soy una barba que pincha, un libro de bolsillo, dos ojos cansados ante el espejo. Soy un grito de gol, un gesto de desprecio, a veces una sonrisa. Soy un retrato en blanco y negro, una taza de café, el primer beso. Soy mi guitarra Epiphone, un periódico bajo el brazo, un sábado de invierno en el sofá. Soy humo de refinería, un balón de baloncesto que no entra, el miedo a volar. Soy el estruendo de Madrid, el tacto de mi almohada, macarrones con tomate. Soy una cena entre amigos, un trago de vino, una canción de los Beatles. Soy el recuerdo de mi abuela Candelas, el viento del Cabo de Hornos, una playa en las islas griegas. Soy la mitad de Raquel, un pijama usado, una noche sin dormir, un músculo dolorido, una herida sin cicatriz, un cuerpo de anciano, un árbol sin hojas, un cristal mojado por la lluvia del invierno.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Pieces of Albion







"Good morning, Sir", dice este portero inglés bajo su bombín. Te abre la puerta. Dentro, sobredosis british. Madera antigua, moqueta, cuadros de premios Nobel, retratos de primeros ministros de varios países, olor a rancio, buenos modales, libros con lomo de cuero y letras doradas, aquí vivió Tolkien, aquí se enamoró Evelyn Waugh, aquí durmió Lawrence de Arabia. Eso es Oxford: tradición, tradición, tradición. Un potentado inglés al borde de la muerte quiso dejar parte de su fortuna (dos millones de libras) al que había sido su 'college' en sus años universitarios, algo que te marca de por vida. Sólo puso una condición: que repararan el legendario reloj de sol que, en la fachada del elitista colegio 'All Souls', lleva dando mal la hora desde hace 800 años. El director de la institución, ofendido, despreció la oferta: "Ese reloj lleva dando mal la hora 800 años y así seguirá 800 años más".



En sus aulas hasta yo sería un buen estudiante. Estas fotos las hice este martes en una visita contrarreloj. Pero algún día volveré a sus calles llenas de musgo y recuerdos.


martes, 4 de noviembre de 2008

Esas ciudades con dos caras


Hay ciudades con dos caras. A veces tiene que ver con la diferencia de barrios, unos bellos, antiguos, con clase, otros nuevos, de edificios repetitivos, de aburrida uniformidad. Otras veces los rostros de esa ciudad y sus cambios tienen que ver con el estado anímico de la gente, o con la disposición de esta para abrirse a los demás. Y luego está Londres. Hace cinco años me presenté allí en pleno diciembre. Me pareció la ciudad más triste y gris que había visto en mi vida (luego visitaría Berlín). El que anocheciera a las cuatro de la tarde no ayudaba, igual que sus precios inaccesibles a los viajeros 'low cost', igual que esa lluvia incesante. No me enteré de nada, ni me pareció acogedora, ni me gustó lo más mínimo. Meses después tuve que volver para realizar un reportaje. Ya no era la misma. La primavera la transformó, le dio color, el sol la hizo más amable, la gente sonrió y yo, al fin, me sentí uno más en sus calles.


Esta foto oscura y gris es, como no, del primero de los viajes, de la parte sur de Londres, a medio camino entre la Tate Modern y la zona de Elephant&Castle.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Fantasmas en Praga


Me cuentan que ambos coincidieron en Praga durante una fracción de tiempo. Uno como desertor, huyendo del servicio militar que ensombrecía su futuro como artista. El otro, prisionero en su castillo (vivía en el número 22 de una callecita de orfebres en su interior), imaginando fábulas de terror en las que, sin cadenas físicas, era incapaz de escapar del ambiente deprimente que le rodeaba. Kafka escribía sus historias de opresiva incomprensión mientras que Hitler, recién llegado de Múnich en 1909, pretendía reinventar el arte con sus pinceles. No hay constancia de que se conocieran, pero el círculo bohemio de Praga no era tan amplio para que al mejor novelista local le pasara desapercibido un pintor austriaco delgaducho, espigado e histriónico que frecuentaba los mismos cafés que él. De hecho, así lo describe en sus diarios, aunque sin citar su nombre. Aunque ambos han muerto, uno percibe en las calles de Praga la presencia de Frank Kafka, recostado sobre el puente vestido con su traje barato y su sombrero borsalino. Si uno de fija, también puede sentir al joven Hitler, vendiendo sus acuarelas a los turistas bajo el arco de la pólvora, mascando su frustración, maldiciendo a los que impidieron su acceso a la Academia de Bellas Artes de Viena, su trampolín para convertirse en uno de los artistas imprescindibles del siglo XX.

Como no pasó a la historia como pintor, se desquitó como el dictador más sanguinario que el ser humano haya conocido.


Esta imagen está tomada, una noche de invierno en el puente de Carlov, bajo la protección del castillo en el que vivió Kafka.