viernes, 27 de marzo de 2009

A la espera de buenas noticias


Queridos todos, ya se que no me actualizo nada. Y no es porque no tenga nada que contar. Es que, después de mucho tiempo, esta semana no he tenido ni 10 minutos para meterme en el blog. En los últimos días he puesto en marcha algunas movidillas relacionadas con el curro, así que el trabajo se ha multiplicado. Por otro lado, no tengo fotos nuevas disponibles. Ya sabéis que con la Leica todo es más lento. Tengo un par de carretes preparados para revelar que verán la luz (nunca mejor dicho) la semana que viene. Espero que merezcan la pena.

También he tenido alguna experiencia motivante, una de esas que hacen que pienses que tienes el mejor trabajo del mundo. Creo que he tenido ese pensamiento cinco veces en ocho años, pero bueno, hay gente que no la ha tenido nunca y eso me consuela. Ayer conocí a David Alan Harvey, un miura de la fotografía, uno de los grandes. Resulta que el fulano, fotero de National Geographic y de la Agencia Magnum (casi ná) estaba de paso por Madrid dando un curso y tuve la oportunidad de hacer un alto en el curro, salir y hacerle una entrevista. Luego, claro, la entrevista tornó en conversación informal sobre esto y aquello. Ha sido la hora más feliz que he disfrutado en meses. Es todo un personaje. Él inspiró el personaje de Clint Easwood en 'Los puentes de Madison'. De hecho, él le enseñó a Easwood a disparar las cámaras. Por cierto, sus cámaras y su mochila son las que lleva Eastwood en la película.

El tipo se las arregla, cada vez que viene a un taller, para ligarse a la chica más guapa, convertirla en su asistente por unos días y salir noche sí, noche también. Me pareció un veinteañero encarcelado en un cuerpo de un tipo de 65 años. Al final le dije, "David, te tengo que hacer una foto". Bajo los últimos rayos del sol que nos dejaba el día, sonó el seco click de la M4. Ya es mío.

Ya os contaré más sobre él. De momento, como aperitivo, id pinchando en www.burnmagazine.com, su último proyecto para descubrir jóvenes talentos. Es lo mejor que he visto en internet en mucho tiempo.

La foto que pongo no es mía, ojo, es de Begoña Rivas, la fotera del periódico que vino conmigo. La mía la pondré en un par de semanas. Así comparáis.

viernes, 13 de marzo de 2009

Mi nuevo juguete


Siempre he gustado de los objetos antiguos, de las reliquias con un saco de años encima y una buena historia detrás. Aunque la uso, no me fascina la tecnología, no tengo una playstation, ni abuso del ordenador, mi móvil no tiene ni cámara ni eso del blue no se qué. Sólo sirve para hacer y recibir llamadas. Soy de la vieja escuela. Aunque tengo un ipod, no desprecio la sensación de escuchar un vinilo, aunque tengo un pepino de ordenador, prefiero leer un libro, aunque tenga una buena colección de DVD, donde se pongan las butacas de un cine que se quite el sofá de casa. Por eso creo que soy el único tolai que sigue haciendo fotos en blanco y negro, pero de carrete, sí, eso que había que revelar, esperar unos días, pagar una pasta, y luego decidir si había algo rescatable para ampliar (previo pago de otra pasta).
Hay cosas que son indiscutibles: lo económico que resulta el digital, lo rápido, lo fácil que es tratar tú mismo la fotografía. Sin embargo, aún estoy por convencer. No hay ningún tratamiento de imagen que sea capaz de retratar la atmósfera túrbia, granulada, contrastadamente insuperable, de un rollo Kodak.
Para celebrar que soy un superviviente, he comprado unos carretes y los voy a usar en una joya a la que le tenía ganas, la legendaria Leica M4, la cámara de Cartier-Bresson, de Burry, de Elliot Erwitt, de García-Alix.
Ya iré colgando algo de lo que haga. Voy a pasarlo bien con mi nuevo juguete.

martes, 3 de marzo de 2009

Lágrimas bajo la escafandra


Reconozco que soy un zote, un cazurro, un auténtico zoquete. El otro día me vi, sin pretenderlo, en medio de un pseudo recital de poesía. Unos amigos aprovecharon que el concierto había terminado y que los micros seguían abiertos para leer algunos poemas. Digo que soy un tarado porque no me enteré de nada. Por eso no soy lector de poesía. Si la cosa escrita no me llega mascadita, para mí es como ver una peli porno con las rayas aquellas del canal + codificado. Ojo, no digo que los poemas no fueran buenos, eh. Los que allí leyeron no paran de ganar premios. No, es más bien cosa mía, que no me emociono con los endecasílabos porque me cuesta entenderlos. Qué le vamos a hacer.

El día siguiente me fui al otro extremo. Raquel tenía en su poder un libro de Alberto Vázquez-Figueroa, un autor que no figura en las antologías de los superclases de la escritura. No es ningún orfebre del lenguaje, pero lo que Raquel me leyó mientras que dejaba escapar unas cuantas lágrimas me llegó al alma. Y mira que es difícil que un tipo duro como yo, que no ha llorado en su puta vida, se emocione. Como me gustó tanto el párrafo, he decidido reproducirlo aquí, con una foto mía de esas que acumulan polvo en el archivo. La hice en el golfo de Génova, en Italia, a bordo de un barco de vela. Ahí va el tocho. Si hacéis el esfuerzo de leerlo, entenderéis lo que digo:

"Me tumbé sobre la mesa y contemplé el techo de aquel barco que desde hace años descansaba en el fondo el mar. Me pregunté qué sentiría el capitán de aquel barco si se encontrara donde me encontraba yo.
Años más tarde Doméniko, un anciano pescador de esponjas griego, me daría la respuesta. Lo había contratado para que me mostrara el lugar exacto en el que se había hundido un barco turco, el Karacose, pero mientras navegábamos hacia él comenzó a hablarme del que había sido durante treinta años su barco esponjero: el Agogos.
- ¿Qué fue de él?, pregunté por decir algo.
- Murió.
- ¿De viejo?
Se revolvió como si le hubiera picado una avispa.
- No. Nunca hubiera dejado que se pudriera en un puerto como me estoy pudriendo yo. Está donde debe: en el fondo del mar. Está entre los escollos de la punta de aquel cabo. Nadie más que yo sabe el lugar exacto.
- ¿Cuántos metros?
- 25.
- ¿Quiere verlo?
Tardó en contestar. Parecía confuso. Al fin señaló:
- Yo siempre fui un buzo clásico (de casco y manguera), pero si no se aleja de mí, me atrevo a bajar con usted, usando una de esas escafrandas suyas. Todo por ver nuevamente mi Agogos.

Lo bajé. El agua estaba tibia y agradable. El Agogos no era más que un esponjero de veinte metros y apariencia vulgar, pero la vegetación submarina no se había apoderado por completo de él, y la poca que se fijó en sus partes metálicas y obenques contribuía a darle un aspecto festivo. Cuando pusimos el pie en la cubierta, Doméniko se soltó de mi mano y acarició el palo mayor con el mismo cariño que una madre emplearía al tocar a su hijo.

A través de la máscara podía ver sus ojos dilatados que lo contemplaban todo con arrobo: me sentí emocionado. No sé cuánto tiempo permanecimos sobre el Agogos, pero me pareció corto. Raramente se me ofrecería un espectáculo como aquel, en el que dos viejos amigos, compañeros de trabajo durante tanto tiempo y tantos mares, se saludaban por última vez.

Había tal ternura en los gestos del anciano al acariciar su barco que nunca me hubiera cansado de mirarle, pero le hice gestos de que teníamos que marcharnos. Se besó la mano y dejó el beso sobre la barandilla de su barco. Luego permitió que le llevara a la superficie sin volver ni una sola vez el rostro.

Cuando le ayudé a quitarse la máscara tenía los ojos rojos".

Lo dicho. Una historia sencilla, directa y emocionante, sin pirotécnias.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Medicina para el alma


Hay pocas cosas que puedan cambiarme el carácter en pocos segundos. La música es una de ellas. Las buenas canciones poseen cualidades curativas, mucho más que el yoga, el feng sui y la acupuntura juntas. En los peores momentos, cuando a la presión de un jefe tirano en el trabajo se une el cabreo desproporcionado de una novia o la discusión subida de tono con tu mejor amigo, no hay mejor terapia que recurrir a la fonoteca, rebuscar en nuestros temas preferidos y ponerlos, uno tras otro, sin parar, paladeando aquella estrofa definitiva, aquel riff de guitarra insuperable, el estribillo inmortal que suena en nuestra memoria desde que éramos adolescentes y comenzó a interesarnos aquello que sonaba en el estereo de nuestros padres. Cuando hayas escuchado unos cuantos, verás que tu ánimo ha cambiado, que los problemas siguen ahí, sí, pero tal vez ya te importen menos. Para ese viaje de autoestima no hay mejor equipaje que el rock de los 60 y 70. Beatles, Stones, The Who, Kinks, Sonics, Cream, Beach Boys... ¿Qué cabreo puede resistir a un tema como Get Back? ¿Qué depresión no se curaría con 'Jumping Jack Flash'? ¿Qué nervios no se calman con 'Good Vibrations'? Últimamente salgo menos de lo que me gustaría, pero me sigue pareciendo el mejor de los planes pasar la noche de un jueves poniendo unos temas en cualquier bar rockero que me acoja en su cabina, tomar unas cervezas con mi amigo Sacri y disfrutar con la concurrencia de las melodías que a mí me hacen la vida un poco menos insoportable.

La foto la hizo nuestro amigo Dani Pozo, fotógrafo del diario 'Público', en la cabina del imprescindible Wild Thing de Madrid mientras pinchábamos nuestras canciones favoritas.

lunes, 16 de febrero de 2009

The good old times


No es que los tiempos actuales sean tristes, pero uno percibe la edad que va de los 16 a los 26 (año arriba, año abajo) como la más feliz. Para muchos, esa época de aprendizaje, formación de la personalidad, descubrimientos, aprobados sin merecerlo, primeros escarceos sexuales, amores adolescentes y alguna ruptura desgarradora constituye una pesadilla irresoluble en su vida. Así que van del instituto al psicólogo. Yo tuve suerte. Muchos de mis compañeros de pupitre eligieron no estudiar y vivir a salto de mata. Otros, no mucho mayores que yo, pensaron que lo que estaba de moda era eso que llamaban caballo. Y así, entre chute y chute, se fue una generación casi entera.

Yo me libré de todo eso gracias a dos cosas: mis padres jamás me vetaron nada, lo que me hizo perder el interés por lo prohibido y, además, conocí a un grupo de amigos que pasaron, con los años, a ser mis hermanos de sangre. Fer, Javi el Largo, el Pollo, Kike, Julián, Antonio... Hoy parece imposible imaginarse la vida sin móviles, pero todo era perfectamente posible sin ellos. Pasábamos el día juntos y sabíamos al minuto dónde podíamos encontrarnos los unos a los otros. La vida se hacía en la calle, en verano o en invierno, algo que echo de menos en Madrid y en estos tiempos. Éramos los reyes del barrio, conocíamos todos los secretos, nunca fuimos especialmente conflictivos pero tampoco éramos monjitas.

Alguno de nosotros acabó alguna vez en comisaría. Y algún otro en el hospital. Las experiencias han virado hacia la leyenda y la leyenda se ha convertido en mito. La noche del coñomón, el asesinato del anciano, la nochevieja aquella en la casa de la familia Adams, las acampadas en Fuencaliente y mi caída en aquellas cataratas naturales en las que casi me parto la crisma, las borracheras bíblicas, las fiestas del novato, aquel viaje a Benidorm en un piso patera, unos cuantos ligues, pocos y a cual más frustrante, las votaciones para expulsar a miembros del grupo, el primer polvo de Carlitos, las gafadas de Rosa, la noche en la que Mario casi se nos mata, los chiringuitos del recinto ferial... Hoy nos vemos para bodas, comuniones y bautizos, pero la vieja mística, el viejo código, aún no se ha disipado.

Los nombres cambian de anécdota a anécdota, pero siempre hay uno que se repite. Fer siempre está en ellas, y siempre está como protagonista. Posiblemente es porque representa, mejor que ninguno, el alma del grupo de amigos y, lo que es más importante, su memoria. Da igual que exagere los acontecimientos, da igual que nadie pueda ya corroborar su autenticidad, da igual que las haya escuchado cientos de veces. No hay nada como volver a mi pueblo, hacer una cena en mi casa de campo y sentarme delante de la lumbre a escucharle contar las mismas historias de siempre. Historias de viejos camaradas. Este fin de semana he vuelto a las calles de Puertollano y he vuelto a sentirme uno más de la cofradía. Más calvos, con tripa, algunos casados y respetables padres de familia, hemos vuelto a pasarlo en grande.

Va por usted, maestro Fer. Y por los buenos tiempos.

viernes, 13 de febrero de 2009

Todas las noches me embarco en sueños




En el barco que parte de Atenas se escuchan jirones de todas las lenguas. Dos mochileros enamorados -ella italiana, él parece francés- descubren que mirarse será esa noche la casa de ambos. Los viajeros se ponen cómodos en cubierta, se abrigan con una sudadera y reciben la brisa del Egeo en las mejillas como se siente el beso de un viejo amigo. Más de 12 horas de travesía desde la capital griega hasta las Cícladas son la única frontera que separa a los navegantes (nosotros) del paraíso perdido de playas solitarias, dédalos luminosos de calles blancas y una mitología de olas atacando las playas doradas. La auténtica Grecia es más de 2.000 fragmentos de un país con el corazón de agua.
Desde el puerto de El Pireo (Atenas) parten los ferrys, auténticos autobuses para surcar el Egeo. Un transporte económico y romántico en el que los turistas, asomados al balcón de cubierta, toman el sol y sienten el viento curtiendo su piel y meciendo el buque. El barco -una gran bañera que abre sus entrañas a los viajeros como si fuera un caballo de Troya- viaja lleno de mochileras italianas, hippies noruegos, jubilados alemanes, fotógrafos japoneses, pijas francesas y algún hooligan inglés. Y todos, aunque por distintos motivos, buscan el regreso al Edén, un lugar mágico de monumentos inesperados, de pueblos como tesoros. Algunos beben su primer vaso de ouzo, el licor griego.
Corfú, Creta, Rodas, las Cícladas, las Jónicas, Lesbos... Sin ellas no existe Grecia, tierra pespunteada en el mar, de siglos modelando la artesanía del mito, de paisajes de postal tan bellos que dejan a los poetas sin trabajo. Ya lo dijo Henry Miller: «Aquí uno siente el deseo de bañarse en el cielo, librarse de la ropa, correr y, de un salto, sumergirse en el gran azul». Junto a Josep Pla, Lord Byron y Lawrence Durrell, forman el cuarteto de escritores célebres fascinados con estas islas legendarias.
Al alba, los viajeros se despiertan en sus sacos de dormir y escrutan el horizonte en busca de tierra firme como si fueran sacerdotes frigios. Un grupo de italianas se pone a tomar el sol a las nueve de la mañana. El astro rey se levanta rápido, se convierte en el ojo desnudo de Dios y le ciega a uno. Desde bien temprano, dos colores monopolizan el paisaje: el blanco y el azul, los tonos de la bandera griega.
Aparece a lo lejos Paros, que se despereza como una vieja tortuga.Un primer vistazo descubre la organización anárquica de sus calles y plazas, que aquí aspira a ser música.
Decenas de lugareños se acercan al puerto cuando un barco se atisba y, como sucede en el resto de las islas, ofrecen habitaciones en alquiler de sus propias casas por 15 euros la noche, que produce apasionados regateos y felices encuentros sellados con un apretón de manos. Los viajeros se dispersan después por el laberinto de hogares con la ropa secándose al sol en cada balcón y brillando como banderas.
Los griegos, aficionados también a ese yoga ibérico que es la siesta, entienden que el futuro está en conocer varios idiomas.Por eso, aquí sabe inglés hasta el anciano que pasa por la playa en burro vendiendo melones.
Naxos, la tierra de Dionisos, la isla más extensa de las Cícladas, está menos contaminada por el turismo que el resto, por eso aún quedan espacios vacíos, playas perdidas y un interior de valles agrícolas. Cuando el viajero se baña en sus cálidas y cristalinas aguas, descubre que a pocos metros se erigen las ruinas de un templo dedicado a Apolo con 3.000 años de antigüedad. Es lo que tiene veranear en la morada de los dioses.
Tonos del paisaje: malva, verde, masilla, amarillo, cobalto, escarlata, azul celeste... Santorini, la perla del archipiélago de las Cícladas, es una extraña ínsula volcánica que se hundió 1.000 años antes de nacer Cristo -allí sitúan la antigua Atlántida de Platón- y de la que sólo quedó el cuello de botella del volcán.Sus casas están colgadas de los acantilados multicolores de 250 metros de altura, las playas son de arena negra, del mismo color que cabello de las mujeres griegas. El largo viaje vale la pena para alcanzar la laguna central, la caldera de Santorini, que más parece un puerto espacial salido de La guerra de las galaxias que una isla del Egeo. Contemplar el ocaso del sol desde las alturas del exclusivo Café del mar resulta una sensación pecaminosamente indescriptible. La realidad es tan asombrosa que prosa y poesía, por mucha calidad que tengan, siempre irán por detrás.
Lord Byron, que se enamoró de las Cícladas y quiso comprar la isla de Itaca, adivinó la vertiente mágica de Santorini: «Donde quiera que pisemos, es tierra sagrada y de fantasmas».
Aunque la afluencia de turistas es más alta en Santorini que en el resto de las islas, no hay problema para encontrar una habitación económica, comida mediterránea de calidad en cualquier restaurante y espacio libre en la playa. Lawrence Durrell definió así ese lugar: «Se tiene la sensación de que sólo el paraíso podría ser así, una composición tan al azar y, no obstante, tan armoniosa. Aquí, la geometría plana cobra alas y se vuelve curva». Igualito que Benidorm con sus bizarros rascacielos, vamos.
Es fácil saltar de una isla a otra. Por cuatro o cinco euros se puede pasar del desenfreno nocturno de Ios a Anafi, un lugar aislado del mundo lleno de playas -que podrían competir en belleza con Goa (la India) o Koh Phangan (Tailandia)- que posee 30 casas y kilómetros de calas casi inaccesibles y desiertas. Existe en las Cícladas un contraste de arenas blancas o negras, de vegetación abrupta o aridez infinita, de cigarras de día y grillos de noche. El viajero disfruta de ciudades diseñadas por dioses distraídos, pueblos hospitalarios, ventanas azules, cúpulas celestes coronando capillas ortodoxas, velas blancas en el horizonte, café frapé...
Ya de vuelta, los mochileros suben al barco, se despiden de sus amores de verano y se van marcados, a fuego por la experiencia y el sol, sin dinero en los bolsillos. Por no llevar, no les queda ni la moneda para Caronte. Lo mejor es afrontar el viaje sin preparativos previos, sin paquetes vacacionales, sin dictaduras temporales y buscar el paraíso escondido en algún lugar entre las cloacas y las estrellas.
Yo ya he ido cinco veces. La última vez hasta pregunté por el precio de las casas.

lunes, 9 de febrero de 2009

Aracnofobia


La aracnofobia es el miedo (o fobia) a las arañas. Es de las fobias más comunes, y posiblemente la fobia de animales más extendida. Las reacciones de los aracnofóbicos frecuentemente parecen irracionales a otras personas, e incluso al propio afectado. Procuran mantenerse alejados de cualquier sitio donde creen que habitan arañas, o donde han observado telas de araña. Si ven una araña de lejos, quizá no puedan entrar en la zona, aunque sea espaciosa, o al menos tendrán que hacer antes un esfuerzo para controlar su pánico, que se caracteriza por sudoración, respiración rápida, taquicardia y náusea. El miedo a las arañas puede determinar el lugar donde el fóbico decide vivir, o el sitio al que acudirá en vacaciones, y limitar los deportes o pasatiempos de los que puede disfrutar. Como la mayoría de las fobias, la aracnofobia se puede curar con tratamiento psicológico. Lo habitual es usar métodos que exponen gradualmente al fóbico al animal que le aterroriza (desensibilización sistemática), pero también se han propuesto sistemas de choque en los que la exposición es de gran intensidad y se realiza súbitamente.
A mí me dan mucho miedo las arañas. Y los ciempies. Y sobre todo los escorpiones.
La foto la hice en Benicàssim, en el festival de 2005. Ya ha llovido.

viernes, 6 de febrero de 2009

Tiempos de gloria


¿Por qué soy el único que sonríe con la crisis? ¿Por qué me divierte que la ruina desenmascare a los bandidos? ¿Por qué soy el único que creo que el mundo que saldrá de esto será mejor (un poco al menos) que el que hemos dejado atrás? Sí, soy un masoca y un cabrón, pero así son las cosas. Me encanta que caigan mentiras que, repetidas muchas veces, se han convertido en verdad. "La vivienda no puede bajar. Eso no va a pasar nunca, es imposible". Cuando uno recuerda este tipo de cosas, dichas hace no mucho tiempo, uno tiene que reprimirse para no tirarse al suelo a descojonarse de la risa. Si, señores, la vivienda está bajando, los bancos no prestan dinero, el pleno empreo será posible allá por 2050 previa tercera guerra mundial y dentro de poco serán más los que no paguen su hipoteca que los que paguen. Yo creo que voy a ir construyendo mi trinchera en casa, con sacos terreros, ametralladoras, alambre de espino y tal antes de que salte la espoleta y la gente, adormecida, despierte de una vez y tome las calles. ¿Cuando sucederá eso, a los cuatro millones de parados, a los cinco? Hablar de seis hoy se me hace exagerado, pero a este paso, y con unas cuantas ayudas más del Gobierno, puede que los alcancemos también. Pues eso, que los lunes al sol están a la orden del día, que no hay porqué preocuparse. La sanidad va bien, el país está unido, la clase política es responsable y está preparada, la educación es de las mejores del mundo...


Nos esperan grandes momentos. Tiempos de gloria.


La foto está hecha en la sala de turbinas de la Tate Modern de Londres, donde la gente se tumba en el suelo como si estuviera en una playa urbana mientras un gran círculo de bombillas ilumina la escena. Los lunes al sol de los parados.

lunes, 2 de febrero de 2009

Modern girls for old fashioned men


Tan electrizantes como una canción de los Ramones, tan postizas como la promesa de un político, tan viciosas como Kate Moss, tan volubles como el aire que respiran, tan orgullosas que levitan más que caminan. A todos los de mi generación nos gustan las modernas. 'Indipijas' para unos, 'trapecistas' para otros, son las chicas que todos quieren ligarse. Hartos de las niñas caprichosas de barrio bien, de la discutible elegancia de las princesas de extrarradio, de la estética monjil de muchas venteañeras burguesitas, ahora lo que gusta y lo que mola, por qué no decirlo, son las modernas.
La foto es un retrato que le hice a una moderna con una peluca pelirroja allá por 2004.

jueves, 22 de enero de 2009

Me gustan los viernes


Se han escrito muchas cosas negativas sobre el fútbol. La mayoría tienen que ver con el desprecio que sienten por él parte de los intelectuales, que lo consideran una actividad innoble, carnaza para el populacho, el nuevo circo de la plebe. Imagino que la actitud de muchos futbolistas no ayuda. Algunos son auténticos descerebrados, niños consentidos, millonarios precoces sin estudios que, de no ser genios con la pelota, no llegarían ni a gorrillas en un aparcamiento. Y eso por no hablar de los presidentes y su hedor a corrupción. Pero no es esa la cara del fútbol que me interesa, si no su factor lúdico. El espectáculo que hay en el gol, la épica de una remontada, el dolor de la derrota inmerecida, la brillantez de los jugones frente a los jugadores atletas. El fútbol entronca con la alegría, no con la táctica. Para eso tenemos el ajedrez. Pensando en esto he recordado la foto que le hice a un niño en Belfast (Irlanda del Norte) cuando jugaba con una pelota fluorescente en el barrio católico de Falls. Sonreía feliz en una de las ciudades más tristes que he conocido. Lo entiendo. A mí también me pasa. Por eso me gustan los viernes, porque a las tres de la tarde juego al fútbol con los amigos.

viernes, 16 de enero de 2009

El ángel que se sienta en tu hombro derecho


Una etapa del viaje termina y otra comienza. Santiago Rival hace las maletas para irse (no muy lejos, la verdad) con la música a otra parte. La vida puede cambiarte en 10 minutos, el tiempo que tarda un jefe en decidir que te cambia de sección. Seguramente lo que el pretende es tapar un agujero en la redacción moviendo peones. Lo que ocurre es que esa decisión te marca de por vida. Yo trabajaba haciendo tornillos y ahora voy a pintarlos. El trabajo, dentro de la misma fábrica, no tiene nada que ver. Si todo sale bien, siempre corres el riesgo de encasillarte, de que te consideren pintor de tornillos ya de por vida. Por eso me parece bien cambiar de vez en cuando, antes de que lo etiqueten a uno, antes de que el rodillo de la rutina te aplaste. Soy un tipo con suerte. Siempre que he pasado por momentos de dudas o desánimo, ha pasado algo que me ha situado en otro lugar del mapa con un nuevo proyecto en marcha. La verdad, no puedo quejarme. Tengo un ángel de la guarda que hace horas extras cuando más lo necesito.


Lo que no quiero es dejar el blog. Eso seguro. La foto la hice en París, a la estatua de un ángel sin cabeza colocada en las Tullerías.


Otro día, el diablo que se sienta en el hombro izquierdo

viernes, 9 de enero de 2009

El infierno de fregar escaleras


Me dicen por aquí que Santiago Rival no se actualiza nada. Dos post en tres días. ¿Qué más quieren? Como mis lectores son cuatro (contados) no quiero defraudarles. Así, aprovecho para colocar una de las pocas fotos en color que me traje de Lisboa. Es un sex shop iluminado por neones verdes y rojos que evocaba vicio, pecado y un poco de sordidez, para qué negarlo. El caso es que la foto me recuerda una entrevista que le hice a una prostituta de lujo que se hacía llamar María. María era española, rubia, alta, orgullosa y muy, muy guapa. Me pareció elegante, no una vulgar buscona. Después de llamar a más de 20 teléfonos de contactos en el periódico, fue la única que no colgó y me escuchó hasta el final: "Soy un periodista que hago un reportaje sobre bla, bla, bla". Decidió que no perdía nada por contar su historia, sólo me rogó que no la juzgara en el artículo a la ligera, que comprendiera su situación, que me hiciera cargo. En un restaurante de la Avenida de Barcelona me contó como alguien al que quería se metió en un lío, cómo alguien la amenazó con una pistola cuando trabajaba en una discoteca y cómo, con el agua al cuello, se presentó en una agencia de señoritas de compañía dispuesta a vender algo más que su alma al diablo. "No me arrepiento de nada", repetía. "No es agradable, pero tampoco es un infierno. Un infierno es fregar escaleras". Así era ella, sencilla y directa. De todo su relato, lo que más me llamó la atención fue la presión a la que se sometía a las chicas desde fuera, no sólo por parte de clientes adinerados o 'madames' demasiado exigentes. "Yo pongo los límites", explicaba. A lo que ella se refería es a los foros en los que, como si fueran restaurantes de la guía Michelín, se puntúa con fría subjetividad las 'artes amatorias' de las prostitutas en apartados como 'Implicación', 'Francés', 'Belleza' o 'Higiene'. Por curiosidad busqué en internet alguno de esos portales y su versión es cierta. Ella lo llevaba realmente mal. Alguien había desvelado su verdadera identidad y su familia ya andaba tras la pista. "Sólo pido respeto", me dijo para despedirse.

jueves, 8 de enero de 2009

El agrio sabor de la bronca


Es uno de los lugares más bizarros en los que me he metido. Se llama el Auténtico Club de la Lucha (The Real Fight Club) y está en Londres. Se trata de una cofradía de ejecutivos y profesionales liberales ingleses que curan su estrés a base de golpes. Como en la célebre película de Norton y Pitt, no hay ganador ni perdedor, sólo violencia, sudor y un extraño compañerismo. Alan, el responsable de todo el circo, me sentó en primera fila. Llevaba mi Nikon F80 con carretes en blanco y negro. Tuve que forzar la película a 1.600 y esperar a que corriera la sangre. Los contendientes, doctores y abogados, no se dejeban nada en el tintero. No he visto a nadie pegarse con tanta furia. El olor de la pelea impregnaba el teatro abandonado en el que nos encontrábamos. Los pocos asistentes, amigos de los boxeadores en su mayoría, berreaban como hooligans. En el cuadrilátero, huérfanos de cualquier técnica defensiva, los púgiles se atizaban golpes terribles en la cara. Lo que más me llamó la atención fue los temblores que padecían después de pelear, con la cara desencajada, las piernas flojas y una sonrisa nerviosa en el rostro. Uno de ellos, diseñador gráfico de profesión, me dijo: "No se si volveré a pelear, pero puedo asegurarte que estos han sido los momentos más emocionantes de mi vida".

martes, 6 de enero de 2009

El Gran Hermano te vigila


Me encanta pasarme las vacaciones sin hacer nada, o mejor dicho, sin trabajar en nada. No he comprado ni un puto periódico y he intentado mantenerme lo más alejado del trabajo posible. Por momentos lo he conseguido, así que mi cuerpo y mi alma han conseguido descansar un poco. Pero lo dicho: me he dedicado a ver pelis, a leer y a fotografiar cosas. Entre los DVD, nada recomendable. Entre los libros, el inquietante y adictivo 'Los hombres que no amaban a las mujeres'. Y mira que soy enemigo del best seller. Además, compré una edición de bolsillo de '1984', una de mis novelas favoritas, que estoy volviendo a releer. Ayer por la noche, con el libro ya bien avanzado, se me ocurrió pensar que el efecto que causa en el lector es el mismo que el de las píldoras que ofrece Morfeo a Neo en 'Matrix'. Si eliges la roja, te quedas en el mundo en el que vives. Si eliges la azul, prepárate para conocer la verdad. Éso es lo que te ofrece '1984', 'la píldora azul' de la literatura: el conocimiento de los tics que usa el poder para perpetuarse, la caja de herramientas de los Gobiernos para instrumentalizar el terror. Ríete del 'pan y circo' de los romanos. Porque es un libro necesario, porque nos enseña a ver las cosas desde un punto de vista original, porque la fábula de Orwell, pese a su ambiente de pesadilla, puede hacerse realidad en cualquier momento. Porque nos engancha desde la primera página. Porque nos da las claves para entender los mensajes del poder y desencriptarlos, las campañas electorales, las costumbres de los dictadores, la manipulación de los medios de comunicación, las sonrisas interesadas de los políticos, los privilegios de los brahamanes de Wall Street, el gusto del dinero por el dinero. Ojo que no es una fantasía. Un aviso: absténganse los que gusten de princesas de cuento, dragones y héroes en busca de anillos mágicos. El mundo de Orwell existe: aunque el escritor sitúa la acción en un Londres sórdido, empobrecido y controlado por un estado policial terrorífico, lo que leemos nos recuerda a menudo a la dictadura comunista de Corea del Norte, a los mensajes de Fidel Castro, a las arengas de Hugo Chávez, a la política de Bush. También lo sufrimos en España hace no muchos años, aunque algunas prácticas aún perduran disfrazadas de sana democracia.

Estas teles, alineadas como atrezzo en una tienda de ropa en el barrio alto de Lisboa, me recordaron a las telepantallas de la novela que, repartidas por las calles y dentro de las casas, vigilan a los ciudadanos día y noche, sin descanso, para que nadie se salga del redil.

Y de Lisboa, mañana más.