jueves, 22 de enero de 2009

Me gustan los viernes


Se han escrito muchas cosas negativas sobre el fútbol. La mayoría tienen que ver con el desprecio que sienten por él parte de los intelectuales, que lo consideran una actividad innoble, carnaza para el populacho, el nuevo circo de la plebe. Imagino que la actitud de muchos futbolistas no ayuda. Algunos son auténticos descerebrados, niños consentidos, millonarios precoces sin estudios que, de no ser genios con la pelota, no llegarían ni a gorrillas en un aparcamiento. Y eso por no hablar de los presidentes y su hedor a corrupción. Pero no es esa la cara del fútbol que me interesa, si no su factor lúdico. El espectáculo que hay en el gol, la épica de una remontada, el dolor de la derrota inmerecida, la brillantez de los jugones frente a los jugadores atletas. El fútbol entronca con la alegría, no con la táctica. Para eso tenemos el ajedrez. Pensando en esto he recordado la foto que le hice a un niño en Belfast (Irlanda del Norte) cuando jugaba con una pelota fluorescente en el barrio católico de Falls. Sonreía feliz en una de las ciudades más tristes que he conocido. Lo entiendo. A mí también me pasa. Por eso me gustan los viernes, porque a las tres de la tarde juego al fútbol con los amigos.

viernes, 16 de enero de 2009

El ángel que se sienta en tu hombro derecho


Una etapa del viaje termina y otra comienza. Santiago Rival hace las maletas para irse (no muy lejos, la verdad) con la música a otra parte. La vida puede cambiarte en 10 minutos, el tiempo que tarda un jefe en decidir que te cambia de sección. Seguramente lo que el pretende es tapar un agujero en la redacción moviendo peones. Lo que ocurre es que esa decisión te marca de por vida. Yo trabajaba haciendo tornillos y ahora voy a pintarlos. El trabajo, dentro de la misma fábrica, no tiene nada que ver. Si todo sale bien, siempre corres el riesgo de encasillarte, de que te consideren pintor de tornillos ya de por vida. Por eso me parece bien cambiar de vez en cuando, antes de que lo etiqueten a uno, antes de que el rodillo de la rutina te aplaste. Soy un tipo con suerte. Siempre que he pasado por momentos de dudas o desánimo, ha pasado algo que me ha situado en otro lugar del mapa con un nuevo proyecto en marcha. La verdad, no puedo quejarme. Tengo un ángel de la guarda que hace horas extras cuando más lo necesito.


Lo que no quiero es dejar el blog. Eso seguro. La foto la hice en París, a la estatua de un ángel sin cabeza colocada en las Tullerías.


Otro día, el diablo que se sienta en el hombro izquierdo

viernes, 9 de enero de 2009

El infierno de fregar escaleras


Me dicen por aquí que Santiago Rival no se actualiza nada. Dos post en tres días. ¿Qué más quieren? Como mis lectores son cuatro (contados) no quiero defraudarles. Así, aprovecho para colocar una de las pocas fotos en color que me traje de Lisboa. Es un sex shop iluminado por neones verdes y rojos que evocaba vicio, pecado y un poco de sordidez, para qué negarlo. El caso es que la foto me recuerda una entrevista que le hice a una prostituta de lujo que se hacía llamar María. María era española, rubia, alta, orgullosa y muy, muy guapa. Me pareció elegante, no una vulgar buscona. Después de llamar a más de 20 teléfonos de contactos en el periódico, fue la única que no colgó y me escuchó hasta el final: "Soy un periodista que hago un reportaje sobre bla, bla, bla". Decidió que no perdía nada por contar su historia, sólo me rogó que no la juzgara en el artículo a la ligera, que comprendiera su situación, que me hiciera cargo. En un restaurante de la Avenida de Barcelona me contó como alguien al que quería se metió en un lío, cómo alguien la amenazó con una pistola cuando trabajaba en una discoteca y cómo, con el agua al cuello, se presentó en una agencia de señoritas de compañía dispuesta a vender algo más que su alma al diablo. "No me arrepiento de nada", repetía. "No es agradable, pero tampoco es un infierno. Un infierno es fregar escaleras". Así era ella, sencilla y directa. De todo su relato, lo que más me llamó la atención fue la presión a la que se sometía a las chicas desde fuera, no sólo por parte de clientes adinerados o 'madames' demasiado exigentes. "Yo pongo los límites", explicaba. A lo que ella se refería es a los foros en los que, como si fueran restaurantes de la guía Michelín, se puntúa con fría subjetividad las 'artes amatorias' de las prostitutas en apartados como 'Implicación', 'Francés', 'Belleza' o 'Higiene'. Por curiosidad busqué en internet alguno de esos portales y su versión es cierta. Ella lo llevaba realmente mal. Alguien había desvelado su verdadera identidad y su familia ya andaba tras la pista. "Sólo pido respeto", me dijo para despedirse.

jueves, 8 de enero de 2009

El agrio sabor de la bronca


Es uno de los lugares más bizarros en los que me he metido. Se llama el Auténtico Club de la Lucha (The Real Fight Club) y está en Londres. Se trata de una cofradía de ejecutivos y profesionales liberales ingleses que curan su estrés a base de golpes. Como en la célebre película de Norton y Pitt, no hay ganador ni perdedor, sólo violencia, sudor y un extraño compañerismo. Alan, el responsable de todo el circo, me sentó en primera fila. Llevaba mi Nikon F80 con carretes en blanco y negro. Tuve que forzar la película a 1.600 y esperar a que corriera la sangre. Los contendientes, doctores y abogados, no se dejeban nada en el tintero. No he visto a nadie pegarse con tanta furia. El olor de la pelea impregnaba el teatro abandonado en el que nos encontrábamos. Los pocos asistentes, amigos de los boxeadores en su mayoría, berreaban como hooligans. En el cuadrilátero, huérfanos de cualquier técnica defensiva, los púgiles se atizaban golpes terribles en la cara. Lo que más me llamó la atención fue los temblores que padecían después de pelear, con la cara desencajada, las piernas flojas y una sonrisa nerviosa en el rostro. Uno de ellos, diseñador gráfico de profesión, me dijo: "No se si volveré a pelear, pero puedo asegurarte que estos han sido los momentos más emocionantes de mi vida".

martes, 6 de enero de 2009

El Gran Hermano te vigila


Me encanta pasarme las vacaciones sin hacer nada, o mejor dicho, sin trabajar en nada. No he comprado ni un puto periódico y he intentado mantenerme lo más alejado del trabajo posible. Por momentos lo he conseguido, así que mi cuerpo y mi alma han conseguido descansar un poco. Pero lo dicho: me he dedicado a ver pelis, a leer y a fotografiar cosas. Entre los DVD, nada recomendable. Entre los libros, el inquietante y adictivo 'Los hombres que no amaban a las mujeres'. Y mira que soy enemigo del best seller. Además, compré una edición de bolsillo de '1984', una de mis novelas favoritas, que estoy volviendo a releer. Ayer por la noche, con el libro ya bien avanzado, se me ocurrió pensar que el efecto que causa en el lector es el mismo que el de las píldoras que ofrece Morfeo a Neo en 'Matrix'. Si eliges la roja, te quedas en el mundo en el que vives. Si eliges la azul, prepárate para conocer la verdad. Éso es lo que te ofrece '1984', 'la píldora azul' de la literatura: el conocimiento de los tics que usa el poder para perpetuarse, la caja de herramientas de los Gobiernos para instrumentalizar el terror. Ríete del 'pan y circo' de los romanos. Porque es un libro necesario, porque nos enseña a ver las cosas desde un punto de vista original, porque la fábula de Orwell, pese a su ambiente de pesadilla, puede hacerse realidad en cualquier momento. Porque nos engancha desde la primera página. Porque nos da las claves para entender los mensajes del poder y desencriptarlos, las campañas electorales, las costumbres de los dictadores, la manipulación de los medios de comunicación, las sonrisas interesadas de los políticos, los privilegios de los brahamanes de Wall Street, el gusto del dinero por el dinero. Ojo que no es una fantasía. Un aviso: absténganse los que gusten de princesas de cuento, dragones y héroes en busca de anillos mágicos. El mundo de Orwell existe: aunque el escritor sitúa la acción en un Londres sórdido, empobrecido y controlado por un estado policial terrorífico, lo que leemos nos recuerda a menudo a la dictadura comunista de Corea del Norte, a los mensajes de Fidel Castro, a las arengas de Hugo Chávez, a la política de Bush. También lo sufrimos en España hace no muchos años, aunque algunas prácticas aún perduran disfrazadas de sana democracia.

Estas teles, alineadas como atrezzo en una tienda de ropa en el barrio alto de Lisboa, me recordaron a las telepantallas de la novela que, repartidas por las calles y dentro de las casas, vigilan a los ciudadanos día y noche, sin descanso, para que nadie se salga del redil.

Y de Lisboa, mañana más.