viernes, 27 de marzo de 2009

A la espera de buenas noticias


Queridos todos, ya se que no me actualizo nada. Y no es porque no tenga nada que contar. Es que, después de mucho tiempo, esta semana no he tenido ni 10 minutos para meterme en el blog. En los últimos días he puesto en marcha algunas movidillas relacionadas con el curro, así que el trabajo se ha multiplicado. Por otro lado, no tengo fotos nuevas disponibles. Ya sabéis que con la Leica todo es más lento. Tengo un par de carretes preparados para revelar que verán la luz (nunca mejor dicho) la semana que viene. Espero que merezcan la pena.

También he tenido alguna experiencia motivante, una de esas que hacen que pienses que tienes el mejor trabajo del mundo. Creo que he tenido ese pensamiento cinco veces en ocho años, pero bueno, hay gente que no la ha tenido nunca y eso me consuela. Ayer conocí a David Alan Harvey, un miura de la fotografía, uno de los grandes. Resulta que el fulano, fotero de National Geographic y de la Agencia Magnum (casi ná) estaba de paso por Madrid dando un curso y tuve la oportunidad de hacer un alto en el curro, salir y hacerle una entrevista. Luego, claro, la entrevista tornó en conversación informal sobre esto y aquello. Ha sido la hora más feliz que he disfrutado en meses. Es todo un personaje. Él inspiró el personaje de Clint Easwood en 'Los puentes de Madison'. De hecho, él le enseñó a Easwood a disparar las cámaras. Por cierto, sus cámaras y su mochila son las que lleva Eastwood en la película.

El tipo se las arregla, cada vez que viene a un taller, para ligarse a la chica más guapa, convertirla en su asistente por unos días y salir noche sí, noche también. Me pareció un veinteañero encarcelado en un cuerpo de un tipo de 65 años. Al final le dije, "David, te tengo que hacer una foto". Bajo los últimos rayos del sol que nos dejaba el día, sonó el seco click de la M4. Ya es mío.

Ya os contaré más sobre él. De momento, como aperitivo, id pinchando en www.burnmagazine.com, su último proyecto para descubrir jóvenes talentos. Es lo mejor que he visto en internet en mucho tiempo.

La foto que pongo no es mía, ojo, es de Begoña Rivas, la fotera del periódico que vino conmigo. La mía la pondré en un par de semanas. Así comparáis.

viernes, 13 de marzo de 2009

Mi nuevo juguete


Siempre he gustado de los objetos antiguos, de las reliquias con un saco de años encima y una buena historia detrás. Aunque la uso, no me fascina la tecnología, no tengo una playstation, ni abuso del ordenador, mi móvil no tiene ni cámara ni eso del blue no se qué. Sólo sirve para hacer y recibir llamadas. Soy de la vieja escuela. Aunque tengo un ipod, no desprecio la sensación de escuchar un vinilo, aunque tengo un pepino de ordenador, prefiero leer un libro, aunque tenga una buena colección de DVD, donde se pongan las butacas de un cine que se quite el sofá de casa. Por eso creo que soy el único tolai que sigue haciendo fotos en blanco y negro, pero de carrete, sí, eso que había que revelar, esperar unos días, pagar una pasta, y luego decidir si había algo rescatable para ampliar (previo pago de otra pasta).
Hay cosas que son indiscutibles: lo económico que resulta el digital, lo rápido, lo fácil que es tratar tú mismo la fotografía. Sin embargo, aún estoy por convencer. No hay ningún tratamiento de imagen que sea capaz de retratar la atmósfera túrbia, granulada, contrastadamente insuperable, de un rollo Kodak.
Para celebrar que soy un superviviente, he comprado unos carretes y los voy a usar en una joya a la que le tenía ganas, la legendaria Leica M4, la cámara de Cartier-Bresson, de Burry, de Elliot Erwitt, de García-Alix.
Ya iré colgando algo de lo que haga. Voy a pasarlo bien con mi nuevo juguete.

martes, 3 de marzo de 2009

Lágrimas bajo la escafandra


Reconozco que soy un zote, un cazurro, un auténtico zoquete. El otro día me vi, sin pretenderlo, en medio de un pseudo recital de poesía. Unos amigos aprovecharon que el concierto había terminado y que los micros seguían abiertos para leer algunos poemas. Digo que soy un tarado porque no me enteré de nada. Por eso no soy lector de poesía. Si la cosa escrita no me llega mascadita, para mí es como ver una peli porno con las rayas aquellas del canal + codificado. Ojo, no digo que los poemas no fueran buenos, eh. Los que allí leyeron no paran de ganar premios. No, es más bien cosa mía, que no me emociono con los endecasílabos porque me cuesta entenderlos. Qué le vamos a hacer.

El día siguiente me fui al otro extremo. Raquel tenía en su poder un libro de Alberto Vázquez-Figueroa, un autor que no figura en las antologías de los superclases de la escritura. No es ningún orfebre del lenguaje, pero lo que Raquel me leyó mientras que dejaba escapar unas cuantas lágrimas me llegó al alma. Y mira que es difícil que un tipo duro como yo, que no ha llorado en su puta vida, se emocione. Como me gustó tanto el párrafo, he decidido reproducirlo aquí, con una foto mía de esas que acumulan polvo en el archivo. La hice en el golfo de Génova, en Italia, a bordo de un barco de vela. Ahí va el tocho. Si hacéis el esfuerzo de leerlo, entenderéis lo que digo:

"Me tumbé sobre la mesa y contemplé el techo de aquel barco que desde hace años descansaba en el fondo el mar. Me pregunté qué sentiría el capitán de aquel barco si se encontrara donde me encontraba yo.
Años más tarde Doméniko, un anciano pescador de esponjas griego, me daría la respuesta. Lo había contratado para que me mostrara el lugar exacto en el que se había hundido un barco turco, el Karacose, pero mientras navegábamos hacia él comenzó a hablarme del que había sido durante treinta años su barco esponjero: el Agogos.
- ¿Qué fue de él?, pregunté por decir algo.
- Murió.
- ¿De viejo?
Se revolvió como si le hubiera picado una avispa.
- No. Nunca hubiera dejado que se pudriera en un puerto como me estoy pudriendo yo. Está donde debe: en el fondo del mar. Está entre los escollos de la punta de aquel cabo. Nadie más que yo sabe el lugar exacto.
- ¿Cuántos metros?
- 25.
- ¿Quiere verlo?
Tardó en contestar. Parecía confuso. Al fin señaló:
- Yo siempre fui un buzo clásico (de casco y manguera), pero si no se aleja de mí, me atrevo a bajar con usted, usando una de esas escafrandas suyas. Todo por ver nuevamente mi Agogos.

Lo bajé. El agua estaba tibia y agradable. El Agogos no era más que un esponjero de veinte metros y apariencia vulgar, pero la vegetación submarina no se había apoderado por completo de él, y la poca que se fijó en sus partes metálicas y obenques contribuía a darle un aspecto festivo. Cuando pusimos el pie en la cubierta, Doméniko se soltó de mi mano y acarició el palo mayor con el mismo cariño que una madre emplearía al tocar a su hijo.

A través de la máscara podía ver sus ojos dilatados que lo contemplaban todo con arrobo: me sentí emocionado. No sé cuánto tiempo permanecimos sobre el Agogos, pero me pareció corto. Raramente se me ofrecería un espectáculo como aquel, en el que dos viejos amigos, compañeros de trabajo durante tanto tiempo y tantos mares, se saludaban por última vez.

Había tal ternura en los gestos del anciano al acariciar su barco que nunca me hubiera cansado de mirarle, pero le hice gestos de que teníamos que marcharnos. Se besó la mano y dejó el beso sobre la barandilla de su barco. Luego permitió que le llevara a la superficie sin volver ni una sola vez el rostro.

Cuando le ayudé a quitarse la máscara tenía los ojos rojos".

Lo dicho. Una historia sencilla, directa y emocionante, sin pirotécnias.