lunes, 1 de diciembre de 2008

La frontera de los sueños


La mayoría de los sueños desaparecen rápido y sin dejar huella. El recuerdo se desvanece en pocos segundos. De una experiencia que parece real y vivida uno pasa a la rutina en pocos segundos. Abrir los ojos, sentarse en la cama, quitarse las legañas, la primera meada del día. Siempre así, como un robot. Da igual que se trate de un sueño placentero o de la peor de las pesadillas: cuando se cruza la frontera de la vigilia todo se esfuma.
Pero hay algo que perdura. Serán ya unas tres o cuatro veces que he soñado con un apartamento pequeño, moderno, para una sola persona. Es un espacio rectangular, estirado como la habitación de Van Gogh, con dormitorio, estudio mínimo y bajo. A veces también con cocina, pero eso no lo tengo tan claro. Hay un ordenador. Las paredes son blancas, sin decoración, sin ventana alguna. Aunque no siento sensación de agobio cuando estoy dentro, recuerda un poco a los ambientes agobiantes que Kafka describe en El proceso.
Alguien podría decir que se trata de una cárcel. El caso es que sueño con ese lugar de vez en cuando, incluso tengo vivencias dentro de él, a veces buenas, a veces malas, que cuando te levantas parecen recuerdos reales.
Es extraño, mientras lo demás se disipa la imagen de ese espacio perdura nítida. Incluso en mi cabeza algo me dice que viví en él un tiempo, a caballo entre mi estancia en la calle Colombia y el piso aquel de Avenida de América. Y parece real. A veces me pregunto cuantos meses estuve allí, en qué metro llegaba hasta él, como era la zona. Pero todo es nebuloso. Luego siempre me convenzo a mí mismo de que es mentira, que sólo puede ser un sueño puñetero que se pega a las paredes del cerebro, una anomalía de mi cabeza. Pero es jodidamente real.
La próxima vez que pase por allí intentaré hacerle una foto.

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