miércoles, 25 de febrero de 2009

Medicina para el alma


Hay pocas cosas que puedan cambiarme el carácter en pocos segundos. La música es una de ellas. Las buenas canciones poseen cualidades curativas, mucho más que el yoga, el feng sui y la acupuntura juntas. En los peores momentos, cuando a la presión de un jefe tirano en el trabajo se une el cabreo desproporcionado de una novia o la discusión subida de tono con tu mejor amigo, no hay mejor terapia que recurrir a la fonoteca, rebuscar en nuestros temas preferidos y ponerlos, uno tras otro, sin parar, paladeando aquella estrofa definitiva, aquel riff de guitarra insuperable, el estribillo inmortal que suena en nuestra memoria desde que éramos adolescentes y comenzó a interesarnos aquello que sonaba en el estereo de nuestros padres. Cuando hayas escuchado unos cuantos, verás que tu ánimo ha cambiado, que los problemas siguen ahí, sí, pero tal vez ya te importen menos. Para ese viaje de autoestima no hay mejor equipaje que el rock de los 60 y 70. Beatles, Stones, The Who, Kinks, Sonics, Cream, Beach Boys... ¿Qué cabreo puede resistir a un tema como Get Back? ¿Qué depresión no se curaría con 'Jumping Jack Flash'? ¿Qué nervios no se calman con 'Good Vibrations'? Últimamente salgo menos de lo que me gustaría, pero me sigue pareciendo el mejor de los planes pasar la noche de un jueves poniendo unos temas en cualquier bar rockero que me acoja en su cabina, tomar unas cervezas con mi amigo Sacri y disfrutar con la concurrencia de las melodías que a mí me hacen la vida un poco menos insoportable.

La foto la hizo nuestro amigo Dani Pozo, fotógrafo del diario 'Público', en la cabina del imprescindible Wild Thing de Madrid mientras pinchábamos nuestras canciones favoritas.

lunes, 16 de febrero de 2009

The good old times


No es que los tiempos actuales sean tristes, pero uno percibe la edad que va de los 16 a los 26 (año arriba, año abajo) como la más feliz. Para muchos, esa época de aprendizaje, formación de la personalidad, descubrimientos, aprobados sin merecerlo, primeros escarceos sexuales, amores adolescentes y alguna ruptura desgarradora constituye una pesadilla irresoluble en su vida. Así que van del instituto al psicólogo. Yo tuve suerte. Muchos de mis compañeros de pupitre eligieron no estudiar y vivir a salto de mata. Otros, no mucho mayores que yo, pensaron que lo que estaba de moda era eso que llamaban caballo. Y así, entre chute y chute, se fue una generación casi entera.

Yo me libré de todo eso gracias a dos cosas: mis padres jamás me vetaron nada, lo que me hizo perder el interés por lo prohibido y, además, conocí a un grupo de amigos que pasaron, con los años, a ser mis hermanos de sangre. Fer, Javi el Largo, el Pollo, Kike, Julián, Antonio... Hoy parece imposible imaginarse la vida sin móviles, pero todo era perfectamente posible sin ellos. Pasábamos el día juntos y sabíamos al minuto dónde podíamos encontrarnos los unos a los otros. La vida se hacía en la calle, en verano o en invierno, algo que echo de menos en Madrid y en estos tiempos. Éramos los reyes del barrio, conocíamos todos los secretos, nunca fuimos especialmente conflictivos pero tampoco éramos monjitas.

Alguno de nosotros acabó alguna vez en comisaría. Y algún otro en el hospital. Las experiencias han virado hacia la leyenda y la leyenda se ha convertido en mito. La noche del coñomón, el asesinato del anciano, la nochevieja aquella en la casa de la familia Adams, las acampadas en Fuencaliente y mi caída en aquellas cataratas naturales en las que casi me parto la crisma, las borracheras bíblicas, las fiestas del novato, aquel viaje a Benidorm en un piso patera, unos cuantos ligues, pocos y a cual más frustrante, las votaciones para expulsar a miembros del grupo, el primer polvo de Carlitos, las gafadas de Rosa, la noche en la que Mario casi se nos mata, los chiringuitos del recinto ferial... Hoy nos vemos para bodas, comuniones y bautizos, pero la vieja mística, el viejo código, aún no se ha disipado.

Los nombres cambian de anécdota a anécdota, pero siempre hay uno que se repite. Fer siempre está en ellas, y siempre está como protagonista. Posiblemente es porque representa, mejor que ninguno, el alma del grupo de amigos y, lo que es más importante, su memoria. Da igual que exagere los acontecimientos, da igual que nadie pueda ya corroborar su autenticidad, da igual que las haya escuchado cientos de veces. No hay nada como volver a mi pueblo, hacer una cena en mi casa de campo y sentarme delante de la lumbre a escucharle contar las mismas historias de siempre. Historias de viejos camaradas. Este fin de semana he vuelto a las calles de Puertollano y he vuelto a sentirme uno más de la cofradía. Más calvos, con tripa, algunos casados y respetables padres de familia, hemos vuelto a pasarlo en grande.

Va por usted, maestro Fer. Y por los buenos tiempos.

viernes, 13 de febrero de 2009

Todas las noches me embarco en sueños




En el barco que parte de Atenas se escuchan jirones de todas las lenguas. Dos mochileros enamorados -ella italiana, él parece francés- descubren que mirarse será esa noche la casa de ambos. Los viajeros se ponen cómodos en cubierta, se abrigan con una sudadera y reciben la brisa del Egeo en las mejillas como se siente el beso de un viejo amigo. Más de 12 horas de travesía desde la capital griega hasta las Cícladas son la única frontera que separa a los navegantes (nosotros) del paraíso perdido de playas solitarias, dédalos luminosos de calles blancas y una mitología de olas atacando las playas doradas. La auténtica Grecia es más de 2.000 fragmentos de un país con el corazón de agua.
Desde el puerto de El Pireo (Atenas) parten los ferrys, auténticos autobuses para surcar el Egeo. Un transporte económico y romántico en el que los turistas, asomados al balcón de cubierta, toman el sol y sienten el viento curtiendo su piel y meciendo el buque. El barco -una gran bañera que abre sus entrañas a los viajeros como si fuera un caballo de Troya- viaja lleno de mochileras italianas, hippies noruegos, jubilados alemanes, fotógrafos japoneses, pijas francesas y algún hooligan inglés. Y todos, aunque por distintos motivos, buscan el regreso al Edén, un lugar mágico de monumentos inesperados, de pueblos como tesoros. Algunos beben su primer vaso de ouzo, el licor griego.
Corfú, Creta, Rodas, las Cícladas, las Jónicas, Lesbos... Sin ellas no existe Grecia, tierra pespunteada en el mar, de siglos modelando la artesanía del mito, de paisajes de postal tan bellos que dejan a los poetas sin trabajo. Ya lo dijo Henry Miller: «Aquí uno siente el deseo de bañarse en el cielo, librarse de la ropa, correr y, de un salto, sumergirse en el gran azul». Junto a Josep Pla, Lord Byron y Lawrence Durrell, forman el cuarteto de escritores célebres fascinados con estas islas legendarias.
Al alba, los viajeros se despiertan en sus sacos de dormir y escrutan el horizonte en busca de tierra firme como si fueran sacerdotes frigios. Un grupo de italianas se pone a tomar el sol a las nueve de la mañana. El astro rey se levanta rápido, se convierte en el ojo desnudo de Dios y le ciega a uno. Desde bien temprano, dos colores monopolizan el paisaje: el blanco y el azul, los tonos de la bandera griega.
Aparece a lo lejos Paros, que se despereza como una vieja tortuga.Un primer vistazo descubre la organización anárquica de sus calles y plazas, que aquí aspira a ser música.
Decenas de lugareños se acercan al puerto cuando un barco se atisba y, como sucede en el resto de las islas, ofrecen habitaciones en alquiler de sus propias casas por 15 euros la noche, que produce apasionados regateos y felices encuentros sellados con un apretón de manos. Los viajeros se dispersan después por el laberinto de hogares con la ropa secándose al sol en cada balcón y brillando como banderas.
Los griegos, aficionados también a ese yoga ibérico que es la siesta, entienden que el futuro está en conocer varios idiomas.Por eso, aquí sabe inglés hasta el anciano que pasa por la playa en burro vendiendo melones.
Naxos, la tierra de Dionisos, la isla más extensa de las Cícladas, está menos contaminada por el turismo que el resto, por eso aún quedan espacios vacíos, playas perdidas y un interior de valles agrícolas. Cuando el viajero se baña en sus cálidas y cristalinas aguas, descubre que a pocos metros se erigen las ruinas de un templo dedicado a Apolo con 3.000 años de antigüedad. Es lo que tiene veranear en la morada de los dioses.
Tonos del paisaje: malva, verde, masilla, amarillo, cobalto, escarlata, azul celeste... Santorini, la perla del archipiélago de las Cícladas, es una extraña ínsula volcánica que se hundió 1.000 años antes de nacer Cristo -allí sitúan la antigua Atlántida de Platón- y de la que sólo quedó el cuello de botella del volcán.Sus casas están colgadas de los acantilados multicolores de 250 metros de altura, las playas son de arena negra, del mismo color que cabello de las mujeres griegas. El largo viaje vale la pena para alcanzar la laguna central, la caldera de Santorini, que más parece un puerto espacial salido de La guerra de las galaxias que una isla del Egeo. Contemplar el ocaso del sol desde las alturas del exclusivo Café del mar resulta una sensación pecaminosamente indescriptible. La realidad es tan asombrosa que prosa y poesía, por mucha calidad que tengan, siempre irán por detrás.
Lord Byron, que se enamoró de las Cícladas y quiso comprar la isla de Itaca, adivinó la vertiente mágica de Santorini: «Donde quiera que pisemos, es tierra sagrada y de fantasmas».
Aunque la afluencia de turistas es más alta en Santorini que en el resto de las islas, no hay problema para encontrar una habitación económica, comida mediterránea de calidad en cualquier restaurante y espacio libre en la playa. Lawrence Durrell definió así ese lugar: «Se tiene la sensación de que sólo el paraíso podría ser así, una composición tan al azar y, no obstante, tan armoniosa. Aquí, la geometría plana cobra alas y se vuelve curva». Igualito que Benidorm con sus bizarros rascacielos, vamos.
Es fácil saltar de una isla a otra. Por cuatro o cinco euros se puede pasar del desenfreno nocturno de Ios a Anafi, un lugar aislado del mundo lleno de playas -que podrían competir en belleza con Goa (la India) o Koh Phangan (Tailandia)- que posee 30 casas y kilómetros de calas casi inaccesibles y desiertas. Existe en las Cícladas un contraste de arenas blancas o negras, de vegetación abrupta o aridez infinita, de cigarras de día y grillos de noche. El viajero disfruta de ciudades diseñadas por dioses distraídos, pueblos hospitalarios, ventanas azules, cúpulas celestes coronando capillas ortodoxas, velas blancas en el horizonte, café frapé...
Ya de vuelta, los mochileros suben al barco, se despiden de sus amores de verano y se van marcados, a fuego por la experiencia y el sol, sin dinero en los bolsillos. Por no llevar, no les queda ni la moneda para Caronte. Lo mejor es afrontar el viaje sin preparativos previos, sin paquetes vacacionales, sin dictaduras temporales y buscar el paraíso escondido en algún lugar entre las cloacas y las estrellas.
Yo ya he ido cinco veces. La última vez hasta pregunté por el precio de las casas.

lunes, 9 de febrero de 2009

Aracnofobia


La aracnofobia es el miedo (o fobia) a las arañas. Es de las fobias más comunes, y posiblemente la fobia de animales más extendida. Las reacciones de los aracnofóbicos frecuentemente parecen irracionales a otras personas, e incluso al propio afectado. Procuran mantenerse alejados de cualquier sitio donde creen que habitan arañas, o donde han observado telas de araña. Si ven una araña de lejos, quizá no puedan entrar en la zona, aunque sea espaciosa, o al menos tendrán que hacer antes un esfuerzo para controlar su pánico, que se caracteriza por sudoración, respiración rápida, taquicardia y náusea. El miedo a las arañas puede determinar el lugar donde el fóbico decide vivir, o el sitio al que acudirá en vacaciones, y limitar los deportes o pasatiempos de los que puede disfrutar. Como la mayoría de las fobias, la aracnofobia se puede curar con tratamiento psicológico. Lo habitual es usar métodos que exponen gradualmente al fóbico al animal que le aterroriza (desensibilización sistemática), pero también se han propuesto sistemas de choque en los que la exposición es de gran intensidad y se realiza súbitamente.
A mí me dan mucho miedo las arañas. Y los ciempies. Y sobre todo los escorpiones.
La foto la hice en Benicàssim, en el festival de 2005. Ya ha llovido.

viernes, 6 de febrero de 2009

Tiempos de gloria


¿Por qué soy el único que sonríe con la crisis? ¿Por qué me divierte que la ruina desenmascare a los bandidos? ¿Por qué soy el único que creo que el mundo que saldrá de esto será mejor (un poco al menos) que el que hemos dejado atrás? Sí, soy un masoca y un cabrón, pero así son las cosas. Me encanta que caigan mentiras que, repetidas muchas veces, se han convertido en verdad. "La vivienda no puede bajar. Eso no va a pasar nunca, es imposible". Cuando uno recuerda este tipo de cosas, dichas hace no mucho tiempo, uno tiene que reprimirse para no tirarse al suelo a descojonarse de la risa. Si, señores, la vivienda está bajando, los bancos no prestan dinero, el pleno empreo será posible allá por 2050 previa tercera guerra mundial y dentro de poco serán más los que no paguen su hipoteca que los que paguen. Yo creo que voy a ir construyendo mi trinchera en casa, con sacos terreros, ametralladoras, alambre de espino y tal antes de que salte la espoleta y la gente, adormecida, despierte de una vez y tome las calles. ¿Cuando sucederá eso, a los cuatro millones de parados, a los cinco? Hablar de seis hoy se me hace exagerado, pero a este paso, y con unas cuantas ayudas más del Gobierno, puede que los alcancemos también. Pues eso, que los lunes al sol están a la orden del día, que no hay porqué preocuparse. La sanidad va bien, el país está unido, la clase política es responsable y está preparada, la educación es de las mejores del mundo...


Nos esperan grandes momentos. Tiempos de gloria.


La foto está hecha en la sala de turbinas de la Tate Modern de Londres, donde la gente se tumba en el suelo como si estuviera en una playa urbana mientras un gran círculo de bombillas ilumina la escena. Los lunes al sol de los parados.

lunes, 2 de febrero de 2009

Modern girls for old fashioned men


Tan electrizantes como una canción de los Ramones, tan postizas como la promesa de un político, tan viciosas como Kate Moss, tan volubles como el aire que respiran, tan orgullosas que levitan más que caminan. A todos los de mi generación nos gustan las modernas. 'Indipijas' para unos, 'trapecistas' para otros, son las chicas que todos quieren ligarse. Hartos de las niñas caprichosas de barrio bien, de la discutible elegancia de las princesas de extrarradio, de la estética monjil de muchas venteañeras burguesitas, ahora lo que gusta y lo que mola, por qué no decirlo, son las modernas.
La foto es un retrato que le hice a una moderna con una peluca pelirroja allá por 2004.