lunes, 16 de febrero de 2009

The good old times


No es que los tiempos actuales sean tristes, pero uno percibe la edad que va de los 16 a los 26 (año arriba, año abajo) como la más feliz. Para muchos, esa época de aprendizaje, formación de la personalidad, descubrimientos, aprobados sin merecerlo, primeros escarceos sexuales, amores adolescentes y alguna ruptura desgarradora constituye una pesadilla irresoluble en su vida. Así que van del instituto al psicólogo. Yo tuve suerte. Muchos de mis compañeros de pupitre eligieron no estudiar y vivir a salto de mata. Otros, no mucho mayores que yo, pensaron que lo que estaba de moda era eso que llamaban caballo. Y así, entre chute y chute, se fue una generación casi entera.

Yo me libré de todo eso gracias a dos cosas: mis padres jamás me vetaron nada, lo que me hizo perder el interés por lo prohibido y, además, conocí a un grupo de amigos que pasaron, con los años, a ser mis hermanos de sangre. Fer, Javi el Largo, el Pollo, Kike, Julián, Antonio... Hoy parece imposible imaginarse la vida sin móviles, pero todo era perfectamente posible sin ellos. Pasábamos el día juntos y sabíamos al minuto dónde podíamos encontrarnos los unos a los otros. La vida se hacía en la calle, en verano o en invierno, algo que echo de menos en Madrid y en estos tiempos. Éramos los reyes del barrio, conocíamos todos los secretos, nunca fuimos especialmente conflictivos pero tampoco éramos monjitas.

Alguno de nosotros acabó alguna vez en comisaría. Y algún otro en el hospital. Las experiencias han virado hacia la leyenda y la leyenda se ha convertido en mito. La noche del coñomón, el asesinato del anciano, la nochevieja aquella en la casa de la familia Adams, las acampadas en Fuencaliente y mi caída en aquellas cataratas naturales en las que casi me parto la crisma, las borracheras bíblicas, las fiestas del novato, aquel viaje a Benidorm en un piso patera, unos cuantos ligues, pocos y a cual más frustrante, las votaciones para expulsar a miembros del grupo, el primer polvo de Carlitos, las gafadas de Rosa, la noche en la que Mario casi se nos mata, los chiringuitos del recinto ferial... Hoy nos vemos para bodas, comuniones y bautizos, pero la vieja mística, el viejo código, aún no se ha disipado.

Los nombres cambian de anécdota a anécdota, pero siempre hay uno que se repite. Fer siempre está en ellas, y siempre está como protagonista. Posiblemente es porque representa, mejor que ninguno, el alma del grupo de amigos y, lo que es más importante, su memoria. Da igual que exagere los acontecimientos, da igual que nadie pueda ya corroborar su autenticidad, da igual que las haya escuchado cientos de veces. No hay nada como volver a mi pueblo, hacer una cena en mi casa de campo y sentarme delante de la lumbre a escucharle contar las mismas historias de siempre. Historias de viejos camaradas. Este fin de semana he vuelto a las calles de Puertollano y he vuelto a sentirme uno más de la cofradía. Más calvos, con tripa, algunos casados y respetables padres de familia, hemos vuelto a pasarlo en grande.

Va por usted, maestro Fer. Y por los buenos tiempos.

1 comentario:

Mercedes Albizua dijo...

La semana pasada perdí para siempre a uno de mis amigos de toda la vida. Por eso te leo hoy y me llegas al corazoncito (más todavía que habitualmente).