martes, 3 de marzo de 2009

Lágrimas bajo la escafandra


Reconozco que soy un zote, un cazurro, un auténtico zoquete. El otro día me vi, sin pretenderlo, en medio de un pseudo recital de poesía. Unos amigos aprovecharon que el concierto había terminado y que los micros seguían abiertos para leer algunos poemas. Digo que soy un tarado porque no me enteré de nada. Por eso no soy lector de poesía. Si la cosa escrita no me llega mascadita, para mí es como ver una peli porno con las rayas aquellas del canal + codificado. Ojo, no digo que los poemas no fueran buenos, eh. Los que allí leyeron no paran de ganar premios. No, es más bien cosa mía, que no me emociono con los endecasílabos porque me cuesta entenderlos. Qué le vamos a hacer.

El día siguiente me fui al otro extremo. Raquel tenía en su poder un libro de Alberto Vázquez-Figueroa, un autor que no figura en las antologías de los superclases de la escritura. No es ningún orfebre del lenguaje, pero lo que Raquel me leyó mientras que dejaba escapar unas cuantas lágrimas me llegó al alma. Y mira que es difícil que un tipo duro como yo, que no ha llorado en su puta vida, se emocione. Como me gustó tanto el párrafo, he decidido reproducirlo aquí, con una foto mía de esas que acumulan polvo en el archivo. La hice en el golfo de Génova, en Italia, a bordo de un barco de vela. Ahí va el tocho. Si hacéis el esfuerzo de leerlo, entenderéis lo que digo:

"Me tumbé sobre la mesa y contemplé el techo de aquel barco que desde hace años descansaba en el fondo el mar. Me pregunté qué sentiría el capitán de aquel barco si se encontrara donde me encontraba yo.
Años más tarde Doméniko, un anciano pescador de esponjas griego, me daría la respuesta. Lo había contratado para que me mostrara el lugar exacto en el que se había hundido un barco turco, el Karacose, pero mientras navegábamos hacia él comenzó a hablarme del que había sido durante treinta años su barco esponjero: el Agogos.
- ¿Qué fue de él?, pregunté por decir algo.
- Murió.
- ¿De viejo?
Se revolvió como si le hubiera picado una avispa.
- No. Nunca hubiera dejado que se pudriera en un puerto como me estoy pudriendo yo. Está donde debe: en el fondo del mar. Está entre los escollos de la punta de aquel cabo. Nadie más que yo sabe el lugar exacto.
- ¿Cuántos metros?
- 25.
- ¿Quiere verlo?
Tardó en contestar. Parecía confuso. Al fin señaló:
- Yo siempre fui un buzo clásico (de casco y manguera), pero si no se aleja de mí, me atrevo a bajar con usted, usando una de esas escafrandas suyas. Todo por ver nuevamente mi Agogos.

Lo bajé. El agua estaba tibia y agradable. El Agogos no era más que un esponjero de veinte metros y apariencia vulgar, pero la vegetación submarina no se había apoderado por completo de él, y la poca que se fijó en sus partes metálicas y obenques contribuía a darle un aspecto festivo. Cuando pusimos el pie en la cubierta, Doméniko se soltó de mi mano y acarició el palo mayor con el mismo cariño que una madre emplearía al tocar a su hijo.

A través de la máscara podía ver sus ojos dilatados que lo contemplaban todo con arrobo: me sentí emocionado. No sé cuánto tiempo permanecimos sobre el Agogos, pero me pareció corto. Raramente se me ofrecería un espectáculo como aquel, en el que dos viejos amigos, compañeros de trabajo durante tanto tiempo y tantos mares, se saludaban por última vez.

Había tal ternura en los gestos del anciano al acariciar su barco que nunca me hubiera cansado de mirarle, pero le hice gestos de que teníamos que marcharnos. Se besó la mano y dejó el beso sobre la barandilla de su barco. Luego permitió que le llevara a la superficie sin volver ni una sola vez el rostro.

Cuando le ayudé a quitarse la máscara tenía los ojos rojos".

Lo dicho. Una historia sencilla, directa y emocionante, sin pirotécnias.

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