martes, 6 de mayo de 2008

Ligeros de equipaje


Me sorprende que en un país culto como la Alemania de entreguerras se gestara un horror semejante, cómo pudo alcanzar el poder un genocida sin careta, cómo un pueblo apretó el botón para accionar la cámara de gas mientras brindaba con champán y cantaba 'Lily Marlen'. Pero más me sorprende cómo las víctimas, judíos en su mayoría, acataban las normas, subían a los trenes y acababan en los hornos crematorios sin mover un dedo, sin levantar la voz, sin revelarse contra la muerte. A los judíos holandeses, por ejemplo, les contaron que los trenes les llevaban a un lugar idílico llamado Kanada, un gran campo con parcelas cultivables, con centros de ocio, con grandes casas para cada una de las familias, donde nadie fuera diferente al otro, donde no brillara el doble rayo plateado de las SS. Nadie puso objeciones. Hicieron sus maletas, escribieron sus nombres con tiza para que luego les fueran repartidos sus bienes y subieron a los vagones de ganado. Acabaron en Auschwitz convertidos en ceniza. Esto es todo lo que quedó de ellos: bultos llenos de esperanza.

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